La condena a muerte de la iraní Sakineh por haber cometido adulterio se ha convertido en el símbolo de otras tantas mujeres juzgadas y condenadas a la más injusta e inhumana de las penas: la pena de muerte. Todavía hoy, en el segundo decenio del siglo XXI, muchos países continúan legislando y juzgando con la letra y la sangre de la religión sin querer comprender que ninguna religión, ni tan siquiera una sola ley, vale la vida de un ser humano. A pesar de ello, no seré yo quien satanice a religión alguna, pero todas y cada una de ellas, sobre todo las grandes religiones monoteístas, han cometido innumerables tropelías a lo largo de la existencia del ser humano siempre con el objeto de preservar el orden divino y humano, poniendo a Dios como testigo y juez de la vida cotidiana cuando ésta, en uso de su libertad, sólo compete al ser humano.
¿Por qué no se preocupan estos países y gobernantes, defensores de la pena de muerte, de defender la vida y posibilitar que sus hombres y mujeres vivan con una ley, universalmente válida para todos: el respeto a los demás? ¿Acaso, de ser cierto los motivos por los que se le ha juzgado, incluso el posible asesinato de su marido, es lícito acabar con la vida de un ser humano? ¿Pueden las autoridades de cualquier país seguir utilizando impunemente la pena de muerte como moneda de cambio para la opresión e instalación del temor en sus ciudadanos? ¿Es moral que nosotros, los llamados occidentales y miembros de los países más desarrollados del planeta, miremos hacia otro lado como si no pasara nada, como si esto no fuera con nosotros porque al fin y al cabo sólo se trata de una joven mujer casi analfabeta en un país integrista islámico? ¿Podemos continuar permitiendo que la religión se entrometa en el desarrollo de la vida civil? Sinceramente, creo que ya ha llegado la hora de afrontar la realidad, clamando con fuerza y razón, y exigir que el poder público y todo lo que ello conlleva no puede ni debe continuar en manos de aquellas personas u organizaciones que no sepan administrar que el fin último es el bienestar y la felicidad de cada uno de los seres humanos.
Probablemente hoy Sakineh será ahorcada en la prisión donde está encarcelada y casi con toda seguridad mañana o pasado mañana volverán a ser lapidadas otras muchas mujeres por el sólo delito de no creer en unas leyes que nada tienen que ver con la humanidad del siglo XXI. Sin embargo la muerte de Sakineh, de no ser conmutada la pena, debe servir de símbolo para hacer realidad la utopía y que de una vez por todas los Organismos Internacionales, quizás bajo el auspicio de la ONU, tomen cartas en el asunto y exijan que sólo se gobierne, no con el uso de la fe sino de la razón.
¿Por qué no se preocupan estos países y gobernantes, defensores de la pena de muerte, de defender la vida y posibilitar que sus hombres y mujeres vivan con una ley, universalmente válida para todos: el respeto a los demás? ¿Acaso, de ser cierto los motivos por los que se le ha juzgado, incluso el posible asesinato de su marido, es lícito acabar con la vida de un ser humano? ¿Pueden las autoridades de cualquier país seguir utilizando impunemente la pena de muerte como moneda de cambio para la opresión e instalación del temor en sus ciudadanos? ¿Es moral que nosotros, los llamados occidentales y miembros de los países más desarrollados del planeta, miremos hacia otro lado como si no pasara nada, como si esto no fuera con nosotros porque al fin y al cabo sólo se trata de una joven mujer casi analfabeta en un país integrista islámico? ¿Podemos continuar permitiendo que la religión se entrometa en el desarrollo de la vida civil? Sinceramente, creo que ya ha llegado la hora de afrontar la realidad, clamando con fuerza y razón, y exigir que el poder público y todo lo que ello conlleva no puede ni debe continuar en manos de aquellas personas u organizaciones que no sepan administrar que el fin último es el bienestar y la felicidad de cada uno de los seres humanos.
Probablemente hoy Sakineh será ahorcada en la prisión donde está encarcelada y casi con toda seguridad mañana o pasado mañana volverán a ser lapidadas otras muchas mujeres por el sólo delito de no creer en unas leyes que nada tienen que ver con la humanidad del siglo XXI. Sin embargo la muerte de Sakineh, de no ser conmutada la pena, debe servir de símbolo para hacer realidad la utopía y que de una vez por todas los Organismos Internacionales, quizás bajo el auspicio de la ONU, tomen cartas en el asunto y exijan que sólo se gobierne, no con el uso de la fe sino de la razón.
2 comentarios:
Tu escrito me ha conmovido, me ha sacudido, me ha convencido, una vez más, de que la grandeza del alma y de nuestra más intrínseca humanidad, reside en la voluntad y la capacidad que tengamos para precisamente, ser humanos con todos aquellos que son diferentes y que traen sus historias y sus causas bajo el brazo, buenas o malas. Me sumo a tu clamor y al clamor mundial por la vida de esta mujer y de todos aquellos que en algún lugar esperan la muerte impuesta por decisión ajena al proceso natural de la vida; independientemente de crimen o motivo de condena. Somos totalmente humanos, o no lo somos. No existe alternativa ni compromiso posible. No conocía esta página tuya. Desde ahora me quedo siguiéndote y te enlazo, si no tienes inconveniente. Un abrazo, José Alberto. Hoy me he sentido hombro con hombro al lado tuyo.
Pocos hombros somos, pero siento, como muy bien dices, querido Jose, que no se puede mirar más a otro lado.
Esto casi parece únicamente un derecho al pataleo: protestamos, nos indignamos, escribimos...¿y sólo esto?
Necesitamos, necesito, ver que hay esperanza.
Tu utopía, la humanidad de Pedro y mi esperanza...¿llegarán a algún sitio?
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